La literatura no siempre ha hecho justicia con el fútbol, los goles no siempre han rimado, el tiempo se acababa, los jugadores se quedaban sin habla y la asustada pelota tampoco decía nada. Se escribía de fútbol porque televisión no había y la radio llegaba entrecortada. Hacían falta, para salvar el honor de la profesión, cronistas de los pies a la cabeza, que jugaran al toque y luego remataran en plancha. Periodistas y escritores que regatearan los artículos baratos de usar y tirar, permitiéndose el lujo de vestir camisetas con toda la decencia del mundo –algo que hoy, casi no existe–.
Aparecieron, de repente, calentando en la banda, dos hinchas locos con cuadernos de segunda mano e ideas de primera: uno con los colores del Fluminense, el otro con los del Nacional de Montevideo. Y entonces se empezó a escribir con balón de reglamento. “En Maracanã se silbaba hasta el minuto de silencio”, decía Rodrigues. Ese era el ambiente.
Nelson Rodrigues (Recife 1912-Río 1980) y Eduardo Galeano (Montevideo 1940-2015) han dejado párrafos tan imborrables como los regates de Rivellino y los goles de Luis Artime. Barnizaron el pasado y se apostaron su presente en los folios que enviaban a los periódicos, discutieron recitando en los bares con todos los que se animaban a meterse en sus líos, y amaron el juego por encima de todas las cosas. Para los amantes del fútbol, se han convertido en auténticos libros sagrados títulos como Brasil en el campo, de Rodrigues, o Fútbol a sol y sombra, de Galeano. Volúmenes para aprender en silencio, sin estridencias, lejos de los focos y los platós inundados de vacío. Sus columnas no entendían de sistemas, eran poesía de ataque.
Yo hubiera dado lo que fuera por estar en la mesa de al lado mientras presenciaban juntos un Fluminense-Nacional en el gran torneo latinoamericano, pero no coincidieron. El duelo llegó demasiado tarde. El grupo 3 de la Copa Libertadores 2011 tenía dinamita. Argentinos Juniors, América, Nacional y Fluminense. El 6 de abril de 2011, se disputó en el Estadio Centenario un duelo tan romántico como decisivo, pero ninguno de sus cronistas de guardia estaba en la convocatoria. Era el segundo enfrentamiento en la historia en Libertadores entre Nacional y Fluminense. El primero había sido seis semanas atrás, en Río, con 0-0. Llevábamos treinta años sin Nelson Rodrigues. Mientras tanto, en Montevideo, Galeano dejaba atrás muy poco a poco una operación de cáncer de pulmón y luchaba por la posesión del balón.
Nacional estaba necesitado, América Latina sudaba, en el Fluminense mandaban Fred, Conca y Emerson Sheik. Pero el Morro García facturó dos goles, el segundo tras uno de los últimos actos de servicio del Muñeco Gallardo. Galeano cerró un puño, como pudo. Nelson esa noche no envió nada a la redacción. Seguía el carioca dando vueltas a lo que su compañero de batallas y contrincante en la distancia publicó sobre él un día, jugando a los bajos fondos: “Entonces quiso decir alguna de sus frases brillantes, pero se le aflojaron las piernas y se le enredó la lengua y no pudo más que tartamudear ruiditos”. Ese era el ambiente.